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Studies in Biblical Sciences since 1987. Diplomat in Biblical Sciences and Religion Philosophy by UNAM (2008). Student in the Bachelor of Religious Sciences by La Salle University, México (2011-2016).

jueves, 28 de abril de 2016

EL DESCUBRIMIENTO DEL CÓDICE SINAÍTICO
(primera parte)


INTRODUCCIÓN

El Códice Sinaítico (representado en las ediciones críticas con la letra latina S o la letra hebrea alef: א) es un manuscrito griego en forma de códice escrito en letras mayúsculas, cuyo texto se encuentra distribuido en cuatro columnas. Aunque hallado en forma fragmentaria, se ha conservado casi todo el Antiguo Testamento y todo el Nuevo Testamento, además de otros documentos extracanónicos, como la Epístola de Bernabé y el Pastor de Hermas. 

El Códice Sinaítico es, hasta ahora, la versión completa más antigua del texto bíblico: está fechado en el siglo IV de nuestra era. Fue descubierto en 1844 por Constantine von Tischendorf en el monasterio de Santa Catalina, al pie del Monte Sinaí, en Egipto. Actualmente se encuentra en el Museo Británico.


A pesar de tratarse de una de los manuscritos más importantes de la Biblia, la historia de su descubrimiento no ha sido traducida al español. A continuación presentamos fragmentos del texto titulado "When Were Our Gospels Written? An Argument by Constantine Tischendorf. With a Narrative of the Discovery of the Sinaitic Manuscript" (¿Cuándo fueron escritos nuestros evangelios? Una explicación por Constantine Tischendorf. Con una narrativa sobre el descubrimiento del Manuscrito Sinaítico). El texto fue publicado originalmente en Nueva York para la American Tract Society, en 1866. La presente introducción, y la traducción del inglés al español de ese texto, fue realizada por el D. C. B. Arturo Campillo Salcedo (campilloarturo@yahoo.com). 

EL DESCUBRIMIENTO DEL CÓDICE SINAÍTICO,
por Constantin von Tischendorf


(...) Debido a que varios ensayos literarios e históricos, escritos por mí cuando era un hombre muy joven, y en particular dos premiados ensayos teológicos que fueron favorablemente recibidos por el público, resolví en 1839 dedicarme al estudio textual del Nuevo Testamento, e intenté, haciendo uso de todas las adquisiciones de los pasados tres siglos, reconstruir, en lo posible, el texto exacto, tal y como surgió de la pluma de los escritores sagrados. Mi primera edición crítica del Nuevo Testamento apareció en el otoño de 1840. Pero después de dar a esta edición una revisión final, me convencí de que para hacer uso incluso de nuestros materiales existentes, era necesario estudiarlos más atentamente de lo que habían sido hasta ahora, y dedicar mi tiempo libre y capacidades a un nuevo examen de los documentos originales. Para la realización de esta prolongada y difícil empresa, era necesario no sólo emprender viajes distantes, dedicar mucho tiempo, y atraer a la tarea tanto capacidad y celo, sino también proveer una gran cantidad de dinero, y éste –el nervio de la guerra– era además necesario. La Facultad Teológica de Leipzig me dio una carta de recomendación para el Gobierno Sajón; pero en principio sin algún resultado. Sin embargo, el doctor Von Falkenstein, siendo Ministro de Obras Públicas, consiguió para mí una donación de 100 thalers (unas 15 libras) para pagar mis gastos de desplazamiento, y una promesa de otros 100 para el año siguiente. ¿Era esta suma lo suficiente como para emprender un extenso viaje? Sin embargo, lleno de fe, en el proverbio de "A Dios rogando y con el mazo dando", y de que aquello que es justo debe prosperar, resolví, en 1840, salir hacia París (en el mismo día de la Celebración de la Reforma), a pesar de que no tenía suficientes medios ni para pagar mis gastos de equipaje; y cuando alcancé París sólo me quedaban 50 thalers. Los otros 50 los había gastado en mi traslado. 

Sin embargo, pronto encontré a hombres en París que estaban interesados en mi empresa. Me las arreglé por algún tiempo para sostenerme con mi pluma, sin embargo, manteniendo constantemente en la mira el objetivo que me había traído a París. Después de haber explorado por dos años las ricas bibliotecas de esta gran ciudad, sin hablar de los varios viajes hechos a Holanda e Inglaterra, partí en 1843 para Suiza, y pasé algún tiempo en Basilea. Entonces pasando por el sur de Francia hice mi camino hacia Italia, en donde revisé las bibliotecas de Florencia, Venecia, Módena, Milán, Verona, y Turín. En abril de 1844, me adelanté hacia el oriente. Los puntos principales de mi recorrido y de mi investigación en el oriente, fueron Egipto y los conventos coptos del desierto de Libia, el Monte Sinaí en Arabia, Jerusalén, Belem, y el Convento de Santa Saba en las orillas del Mar Muerto, Nazareth y su vecindad, Esmirna y la isla de Patmos, Beirut, Constantinopla, Atenas. Finalmente, tras haber visitado en mi camino de regreso las bibliotecas de Viena y  Münich, volví a Leipzig en enero de 1845.

(...) Poco después de que los Apóstoles hubieran compuesto sus escritos, comenzaron a ser copiados; y la multiplicación incesante de copia tras copia se incrementó en el siglo XVI, cuando felizmente la imprenta vino a sustituir el trabajo del copista. Uno puede ver fácilmente cuántos errores deben haberse arrastrado inevitablemente en las escrituras que tan frecuentemente fueron reproducidas; pero aún es muy difícil de entender cómo los escritores podían consentir cambios aquí y allá, no solamente verbales, sino de aquellos pasajes que afectaban el significado, y lo que sería peor, no temer en cortar un pasaje o insertar otro.


(...) Los tesoros literarios que he intentado explorar se han extraído, en la mayoría de los casos, de conventos del oriente, donde por siglos, las plumas de monjes industriosos han copiado las escrituras sagradas, y manuscritos recogidos de toda clase. Por lo tanto se me ocurrió: ¿era o no probable que en algún nicho de algún monasterio griego o copto, sirio o armenio, pudiera haber algún manuscrito precioso que dormitara por siglos en polvo y oscuridad? ¿Y no cada hoja del pergamino así encontrado, cubierto con escrituras de los siglos V, VI y VII, podía ser una clase de tesoro literario, y una adición valiosa a nuestra literatura cristiana?

(...) Existe en una de las bibliotecas de París una de los manuscritos más importantes hasta entonces conocido del texto griego. Este manuscrito de pergamino del siglo V, cuya escritura había sido retocada y renovada en el VII y en el siglo IX, había sido sometido a un proceso de doblado en el siglo XII. Había sido lavado y raspado, para escribir en él los tratados de un viejo padre de la Iglesia llamado Efrén. Cinco siglos más adelante, un teólogo suizo de nombre Wetstein había intentado descifrar algunos trazos del manuscrito original; y aún más adelante otro teólogo, Griesbach de Jena, intentó probar su habilidad en él, aunque el bibliotecario le asegurara que era imposible para el ojo mortal descifrar una escritura que había desaparecido por seis siglos. A pesar de estas tentativas fracasadas, el gobierno francés recurrió a poderosos reactivos químicos, para recuperar los signos ocultos. Pero un teólogo de Leipzig, que estaba entonces en París, quedó tan frustrado por esta nueva tentativa, que afirmó que era imposible producir una edición de este texto, pues el manuscrito era absolutamente ilegible. Fue después de todas estas tentativas que comencé, en 1841-2, a probar mi habilidad en el manuscrito, y tuve la buena fortuna de descifrarlo totalmente, e incluso de distinguir entre las fechas de los diversos escritores que se habían ocupado del manuscrito.

Este éxito, que me procuró varias muestras de reconocimiento y de apoyo, me animó a proceder. La concebí por ser mi deber el completar una empresa que había sido tratada hasta entonces como improbable. El gobierno sajón se presentó para apoyarme. El rey, Frederick Augustus II, y su distinguido hermano John, me enviaron muestras de su aprobación; y varios eminentes mecenas del aprendizaje en Frankfort, Ginebra, Roma, y Breslau ofrecieron generosamente interesarse en mi tentativa.

Aquí guardo silencio sobre los interesantes detalles de mis recorridos –mi audiencia con el Papa Gregorio XVI, en mayo de 1843, mi reunión con el Cardenal Mezzofanti, ese sorprendente y celebrado lingüista– y llego al resultado de mi viaje al oriente. Era abril de 1844, cuando me embarqué en Leghorn hacia Egipto. El deseo que sentía por descubrir algunos preciosos restos de cualquier manuscrito, más especialmente bíblico, de una fecha que nos llevara de nuevo a los tiempos tempranos del cristianismo, fue consumado más allá de mis expectativas.

(continuara...)